CAPÍTULO 25

CAPÍTULO 25

Hay recuerdos que permanecen intactos en mi memoria, sin embargo, otros se entremezclan, se desdibujan. Tal vez, son las sensaciones las que permanecen más frescas.
Aquella mañana, el teléfono me despertó muy temprano. Lola estaba feliz, por fin estaba embarazada. Hablamos casi una hora por teléfono entre risas y llantos. Ambas estábamos muy emocionadas. Al despedirnos me sentí inspirada, por eso decidí encerrarme en el playroom a pintar un cuadro para los futuros papás.
Pero pasé toda la mañana peleándome con aquel cuadro. No lograba terminar de darle la forma que quería, los colores no quedaban como los imaginaba y en su conjunto, aquella pintura, más que satisfacerme, me llenaba de dolor de cabeza. Decidí, entonces, tirarme a dormir la siesta, y rápidamente caí en un sueño profundo. Algo, de pronto, hizo que me despertara. Hasta el día de hoy no sé que fue, pero creo imaginarlo.
Fue una sensación extraña, que obligó que mis ojos se abrieran y ya no pude volver a conciliar el sueño. Entonces decidí levantarme y buscar algo en qué ocuparme. Estaba inquieta, indecisa. Esa sensación extraña que me había despertado no se quitaba de mi cuerpo. Por ello volví a concentrarme en la pintura para lograr distraerme.
Habían pasado un par de horas cuando volví a mirar mi reloj y comprobé que ya había anochecido.
Me sorprendió que Mariano no hubiera llegado, a veces se atrasaba en el trabajo, pero solía llamarme por teléfono para avisarme.
Cuando me encontraba con esos pensamientos, sonó el timbre y pensé que sería él que seguramente había olvidado las llaves. Corrí entusiasmada a abrirle, quería contarle la buena noticia sobre Lola. Pero cuando abrí la puerta, en vez de ver a Mariano, me encontré con su padre.
-¡Hola Hernán! ¡Qué sorpresa! -le dije sonriendo, pero aunque él intentó esbozar una sonrisa, noté que le era casi imposible. No quise pensar nada, pero mi corazón comenzó a palpitar fuertemente.
Entramos en silencio y me pidió que nos sentáramos en los sillones.
-Poty, no se cómo decirte esto... -dudo unos segundos. Yo no quería escuchar, no podía escuchar. Pero entonces continuó- Mariano tuvo un accidente -me llené de miedo, pero su cara cada vez se entristecía más y de pronto comenzaron a caer lágrimas de sus ojos-. Poty... Mariano... murió instantáneamente...
Mis sentidos explotaron. Sus palabras rebotaban en mi cabeza formando un remolino que me ensordecía. No podía ser cierto, no, no podía ser. Había escuchado mal, se habían confundido, era otro. Mariano no se podía haber muerto. Tenía que ser una pesadilla. Yo me iba a despertar y todo iba a volver a la normalidad.
No comprendía lo que Hernán me estaba diciendo. Él lloraba, yo también, pero no entendía nada. Estaba allí sentada, quieta, pálida, sin casi poder respirar y no quería seguir escuchando.
Hernán se calló, pero sentí que me zarandeaba y ese movimiento me permitió volver a respirar. Me atrajo hacia sí y me abrazó fuertemente.
-Poty, vamos a poder salir de esto juntos -me dijo entre sollozos.
Yo no quería salir de nada, yo no podía salir de ningún lado. El dolor no me permitía pensar, actuar. Sólo lograba registrar una inmensa opresión en mi pecho.
Tampoco pude comprender, en ese momento, que su dolor sería aún más grande que el mío.
Al ver que no reaccionaba, decidió por mí y entregándome mi cartera, me hizo seguirlo y así llegamos hasta su casa, donde estaba Beatriz, la mamá de Mariano, y unas personas que en ese momento no reconocí.
Me sentía tan pequeña, tan insignificante ante esa situación. No tenía palabras. Beatriz tomó mi mano y ambas permanecimos sentadas en silencio, acompañándonos en tanto dolor.
Las horas pasaban y yo seguía con la ilusión de que pronto despertaría. No quería escuchar las voces que me aconsejaban llamar a mis amistades para darles la dirección del velatorio, ni menos aún a una voz distante que relataba cómo había sucedido el accidente. No quería enterarme de nada, porque eso lo haría real, inevitable, contundente.
De pronto vi entrar a mi padre, desencajado, que luego de abrazar a los padres de Mariano, corrió a sentarse a mi lado y estrecharme con fuerza.
-Acá estoy, Poty, acá estoy -me abrazó y yo me aflojé entre sus brazos y aunque fuera por unos minutos, me sentí protegida. Cerré mis ojos y mi conciencia.

Cuando entré a aquella habitación tan fría, la pesadilla comenzó a volverse muy real. No había casi nadie, los padres de Mariano, papá y algún pariente más.
Ví aquel cajón que estaba resguardado en una habitación contigua y no supe qué hacer. Mariano estaba allí adentro... ¿Cómo podría soportar verlo así? Pero a la vez, necesitaba verlo, mirarlo como tantas veces lo había mirado, acariciar sus cabellos tan negros. Casi sin pensar, me acerqué al cajón. Allí estaba... parecía dormido. Estaba como siempre, sin un rasguño y con su rostro pacífico; pero sus ojos ya no iluminaban ese rostro, y ya no iluminarían nunca más el mío.
Lo miré largo rato, esperando que un milagro sucediera, que abriera sus ojos y me sonriera. Pero nada de eso pasaba. Me acerqué aún más y acaricié su frente... ¡Estaba tan fría! Tan fría como sus mejillas y sus labios. Me acerqué y los besé por última vez y recordé la primera vez que nos habíamos besado. Recordé como sus labios habían vibrado, no como entonces, rígidos y fríos.
Y así me quedé, contemplándolo, como nunca más podría hacerlo y tomando su mano.
Qué extraño momento es la muerte, y qué distinto puede actuar un ser humano cuando se enfrenta a una situación tan límite como esa. Yo ya había padecido la muerte de mi madre, pero entonces era muy joven y aunque el dolor me había atravesado no tenía el grado de conciencia que en ese momento había alcanzado.
Y necesité enfrentarme a esa verdad, hacerla carne. Necesité observarlo, comprobar que no era mentira, que su cuerpo esta allí, inanimado, despojado de alma. Eso era lo que quedaba de Mariano, un rostro que jamás volvería a abrir sus ojos, unas manos que jamás volverían a tocarme. Sí, debía enfrentarme a esa verdad.
Pronto el lugar comenzó a llenarse de gente, de murmullos, de abrazos y pésames. Me sentía mareada, abrumada, incómoda. No quería apartarme de Mariano, pero tampoco quería estar allí.
Lola y Natalia se acercaron y sin decirme nada, me abrazaron. No necesitaba sus palabras, me quedé con ellas, sintiendo su abrazo largo rato y de pronto me aflojé y comencé a llorar cada vez con mayor intensidad. Sabía que ellas me entenderían, sabía que estaban para eso. No hacían falta las palabras.
Cuando me tranquilicé, noté que el resto de los chicos también se encontraban allí y entre todos me convencieron para ir a comer algo a un bar que quedaba cerca. También noté que estaba Francisco, con su mirada perdida, que en silencio seguía al grupo. Y al verlo sentí mucho rencor hacia él. No pude contenerme y lo enfrenté.
-¿Qué hacés acá? ¿Querés asegurarte de que está muerto? -no podría explicar por qué verlo me causaba tanta rabia.
Francisco se mostró sorprendido.
-Entiendo que estés mal, por eso estoy acá, pero no entiendo cómo podés pensar algo así. Estoy para acompañarte, pero si te hace mal mejor me voy -noté que Federico se interponía entre ambos, pero de un empujón lo alejé.
-Andate, andate antes de que te arruine esa cara de una piña -Federico lo tomó por la espalda para alejarlo de allí, mientras Lola me abrazaba para tranquilizarme.
-Tranquila, Poty, vamos, yo entiendo que estés enojada, pero esto no te va a servir de nada... Vamos... Tomemos algo, te va a hacer bien.
Le hice caso, la seguí hasta el bar, y me dejé caer en una silla. Pero mi mente estaba nublada, llena de odio, de dolor, de confusión.
Todos hablaban, intentando mostrarse naturales, intentando derivar mi mente a cualquier otro tema; pero yo no lograba comprender sus palabras. No podía quitar de mi cabeza aquella imagen de Mariano dentro del cajón. No podía más que lidiar con la opresión de mi pecho, con un dolor inexplicable e inaguantable. No tenía demasiado sentido estar allí, por eso pronto regresé junto a Mariano. Necesitaba aprovechar el poco tiempo que me quedaba a su lado.
Aunque Mariano no me mirara, ni devolviera las caricias, sería la última vez que podría estar con él, contemplar su rostro.
Me quedé a su lado hasta que un hombre declaró que era hora de cerrar el cajón para poder llevarlo al cementerio.
Todo era tan definitivo... ya no había vuelta atrás. Con ese cajón, se cerraba todo, se esfumaba mi amor, mi futuro, mis proyectos y yo no quería que eso sucediera. Hubiera detenido el tiempo allí. No me importaba que Mariano estuviera muerto, estaba a mi lado y me sentía satisfecha con tomar su mano. No, no quería que se lo llevaran.
Aunque tuvieron contemplación y me permitieron quedarme unos segundos más, de pronto, me vi arrastrada de allí por mi padre y Hernán.
-¡Esperen! -les dije cuando me sacaban a la fuerza. Me zafé de sus manos y corrí hacia Mariano-. Te amo, Negro, no te preocupes, yo te estoy acompañando -le dije lo más cerca que pude y le dejé mi último beso.
Ya estaba, ya nada me importaba. Caminé sola hasta la sala contigua y me senté en un sillón.

Llegué a casa agotada y asqueada por el olor del cementerio y ese frío que arrojan los nichos de mármol, que penetran en el alma.
Papá me acompañó hasta mi cuarto y me obligó a acostarme. Tenía más de un día sin dormir, pero me era casi imposible pensar en quedarme sola en aquella cama, en aquella cama que tantas veces había compartido con Mariano. Entonces papá se quedó a mi lado hasta que me quedé dormida.
Al despertarme tuve la ilusión de que todo había sido una pesadilla; pero tardé poco tiempo en comprobar que me había equivocado. En el living me encontré con varias cajas de cartón. Preferí no revisar su interior, ya que supuse cuál era su contenido y seguí hacia la cocina.
-Hola, Po, te preparé un café -dijo papá mientras acariciaba mi cabeza.

-Gracias, ¿qué metiste en las cajas?
-Anoche saqué todo lo que había de Mariano en mi cuarto. No quería que lo hicieras vos, y cuanto antes mejor... ¿Hice mal? -puso cara de preocupado.
-No... no, yo no hubiera podido hacerlo. De todas maneras quiero quedarme con algo de Mariano. Y si te parece, las otras cosas se las damos a Hernán y Beatriz -era demasiado extraño hablar con tanta naturalidad sobre algo tan terrible. Era una sensación tan rara... me veía hablando, comiendo, viviendo como lo hacía normalmente, pero a la vez todo me parecía tan distinto.... Todo se había vuelto más gris, más oscuro, más amargo. Hasta sentía a mi cuerpo más pesado.
Papá me hablaba, pero sus palabras rebotaban en la habitación, formando un eterno murmullo. Y al notar que nada de mí lograba, necesitó sacudir mi cuerpo para que le prestara atención.
-¡Poty! Me parece que sería bueno para vos que nos vayamos por un tiempo a Mar del Plata. Creo que te va a ayudar salir un tiempo de acá. Pero si vos no querés, no te preocupes, yo me quedo acá con vos.
-No sé papá... puede ser -no sabía qué me haría bien. En realidad, creía que nada me haría bien.

3 comentarios:



Anónimo dijo...

¡muy fuerte! no me lo esperaba. que ansiedad por seguir leyendo... muy bueno!! un beso!"
Carola

Anónimo dijo...

Ah no María !!!!!!! Ahora si que te encierro cual MIsery!!!!
Valeria

Anónimo dijo...

¡¡Me mataste!! ¿Cómo hiciste una cosa así?
No puedo parar de llorar.
Sofi.

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